(Relato de una noche de enero)
Labradores tostados por el sol, esperan vestidos con sus mejores telas, la alegría de verle de nuevo en la calle. Un halo de concordia deshace los rencores de la tierra, y exhala amistad y buenos momentos en torno a la figura de su patrón. Trigueros se va haciendo antoniano entre las viandas con olor a poleo y a orégano, expuestas en elegantes mesas en hogares decorados con la belleza de la alhucema y la adelfa en flor. La jara se abre frondosa al escuchar sus campanillas. San Antonio Abad, el señor de Trigueros se acerca, casa a casa, en su peregrinar por calles empedradas de siglos.
El domingo del Santo, a finales de enero el Concejo de la villa decreta fiesta y algarabía del altozano a la vega. Con el olor aún de la carrasca quemada, el pueblo respira aroma a clavel rojo, a almoradux, romero y tomillo al paso de sus andas. El santo anacoreta camina lento y se detiene como lo hiciera ante un paso a nivel, frente a casas abiertas de par en par que parecen vagones de un tren cargado de emociones y recuerdos. La noche va cayendo en Trigueros, y como el Buscón de Quevedo buscaba su sino en Castilla, Antonio va buscando su pueblo a luz de las velas. Ampara Antonio divino a quien te pide el favor, escucha los favores del mundo, como decía Ruiz de Alarcón, guía con tu báculo, como hacías con el cuervo que te alimentaba, al que anda descaminado, enfermo, peregrino como escribe Góngora en sus Soledades. Puerta a puerta, mirada a mirada, miles de plegarias y un solo grito: “Viva”, como contaba Lope de Vega en Fuenteovejuna, todos a una.
El frío se apodera de la noche y la luz de la plata de tu paso se vuelve luna de invierno, iluminando tus pasos como alumbraba los del primer Don Juan, de Tirso de Molina, así tus pasos no se pierden, así tu mirada clavada siempre en los ojos del triguereño, sin intermediarios, sin excesos, una mirada limpia, como la escritura de María de Zayas. La noche cobra vida y vence al sueño, la vida vence a la noche, la vida se hace sueño, ya lo decía Calderón. Trigueros engalana sus calles con el sabor de sus tradiciones, el color de la tarde da paso a un hermoso retablo barroco, como los que la monja Juana de la Cruz describía en sus autos sacramentales. La noche del Santo, por tanto empieza allí, en Triana, donde el Primero de Mayo, el santo trabajador y casto, José, sale al campo entre un jolgorio y una revolución que ni el mismo General Prim pudiese alentar, escrita ya en letras mayúsculas en el calendario de la primavera, escrita con Buenas Letras, como las que defendió Pérez Quintero, una revolución escrita por trianeros y triguereños. En esos momentos del domingo, el sol ya se oculta más allá de las tierras del vecino Gibraleón y poco a poco las horas avanzan hacia una madrugada nueva, donde el anual bojeo de sus gentes con su patrón en hombros desemboca en un espectáculo de devoción y fe, que desborda lagrimas por encima del brocal del pozo nuevo, allá al principio de la calle Pascuales.
Fernando Belmonte, el ilustre triguereño formó parte en algún momento de su vida de aquella corriente que se llamó “positivismo folklorista”, una explicación de la existencia del ser humano muy cercana a las costumbres del pueblo andaluz, en un atrevido resumen, venía a decir que una parte esencial de ese sentido de la vida es la “fiesta”, y eso es Biblia de Trigueros, es la Constitución de los que aquí vivimos. Así es, parte indispensable del triguereño es la fiesta. Y más la de su Patrón. Una Biblia grabada a hierro en nuestra sangre, impresa en el sentir de un pueblo con la misma tinta de aquella primera imprenta de la Compañía de Jesús en el Convento de Santa Catalina, cuando editaba alguna carta del apóstol Pablo.
La fiesta, Andalucía, la vida del sur, con ese espíritu la madrugada avanza entre sones flamencos, vivas y rezos, Antonio sigue oyendo y concediendo favores, recibiendo el pan desde los cielos, acogiendo bajo su capa el fervor de los suyos. En esos instantes suena la guitarra, “empieza el llanto de la guitarra”, escribe García Lorca, en tiempos de Alfonso XIII, y Trigueros llora entre sevillanas y fandangos la alegría de un nuevo enero. Y el ferrocarril de promesas, llantos, solidaridad y convivencia que circula a esas horas por las calles de Trigueros atraviesa los viejos alfares, donde los cántaros yacen olvidados el día de la fiesta, donde los hortelanos de abajo y arriba dejan crecer los palos dulces en las lindes del trigal. Por fin las fuerzas se renuevan, la fe alimenta el alma y el cuerpo, las paradas en cada casa, en cada estación de ese tren, son un soplo de esperanza a cada familia que espera en la puerta la visita del viejo. San Pedro ha colmado de estrellas el firmamento de la noche del Domingo del Santo, para iluminar el caminar del pueblo que acompaña al monje de Egipto. Desde el cielo, a esas alturas despejado del vuelo de chamarices, jilgueros y abubillas, en silencio tras el piar de orópendolas al caer la tarde, desde allí arriba el Padre Claudio contempla ensimismado, tras su oración a la Virgen de los Dolores, la hilera de fe que deja tras su estela el paso de San Antonio Abad.
Es lunes, y Trigueros sigue de fiesta. Albañiles, maestros, olleros, orfebres, sastres, carpinteros o ganaderos,¡ hoy no se trabaja!, viene San Antonio Abad a tu casa. Y la fiesta se sale de su palenque, de su recinto y llega al campo, divisa Huelva y San Juan, observa los huertos, los campos dormidos a esa hora, los campos andaluces a los que no escribió Antonio Machado, pero que a esas alturas de la noche permanecen quietos, con sus animales benditos desde la mañana anterior, tranquilos esperando el amanecer más bonito del año en Trigueros. Y la luz empieza a cobrar vida, justo antes de visitar la muerte, la zarata se vuelve silencio, y desde el Castillo de la justicia, suben en réquiem los monjes de la Orden para orar en el cementerio.
Tierra la vista, gritaban los marineros de Moguer, cuando desde la Pinta, la Niña y la Santa María atisbaron América. Sol a la vista, es lo que gritaría el triguereño Jorge González subido a lo más alto de una de las carabelas viendo como el Astro Rey se deja ver en el horizonte, cuando sus rayos se reflejan en el agua del Odiel, la luz enrojece el Tinto, se cuela entre las espadañas de la Nicoba, despierta la vida bajo el puente de la Alcolea, empieza el lunes del Santo, con el sol aún dormitando tras los cabezos más altos de la campiña.
Trigueros se despierta cansado, pero se reconforta con una sola mirada del principal protagonista de esta aventura que cada año emprende a finales de enero. Antonio, el Abad cura y sana el dolor y la fatiga de una noche en vela a su lado, sus ojos son más beneficiosos en ocasiones que la penicilina de Fleming, y solo el sentir sus andas sobre el hombro alivia el escozor de la yaga. Así su fuerza inunda la mañana, rompe los diques de la ciencia y su palabra va más allá de las creencias religiosas. Antonio, protege a quien le quiere, tiene misericordia de quienes le siguen, pero no ahoga, no obliga, no recluta, no daña y persigue como cordero que llevan al matadero. Trigueros se vuelca porque lo siente, porque lo vive, porque el triguereño sabe amar al Santo mucho antes de nacer, sin hermandades ni obligaciones, solo siguiendo su ejemplo.
La niebla abre paso al sol, que horas antes ha iluminado con precisión las piedras del Dolmen de Soto en su venida desde Sevilla, y tres rayos de sol iluminan la cara del Santo, y el sonido del fandango en la voz de Toronjo, Pastora Pavón y Antonio Mairena derrite la escarcha de la noche, que se cuela echa agua entre las rejillas de la calle Virgen del Pilar. La letra habla de una tierra, donde los hombres y las mujeres, vengan de donde vengan, se mezclan sin distinción bajo el paso de su patrón, esa es la Andalucía que soñaba Blas Infante, ese el Trigueros bueno y grande que ideó Ruiz Mantero.
Con el sonido del tamboril y el olor a tostada regada con oro líquido de la almazara, mi pueblo se hace aún más pueblo, mires donde mires, Trigueros sigue de fiesta, resuenan los cohetes en Beas, se ven las tiradas en el mundo a través de la televisión e Internet, del Atlántico al Pacífico. La estampa realista, iluminada ya al completo, del Lunes del Santo parece de locos, tras casi veinticuatro horas en la calle, pero también tildaban de loco al Quijote de Cervantes y cuanto se equivocaban, como la paloma de Alberti. Las palomas, los grajos, las golondrinas, los gallos, los perros, todos ya se han despertado al sonido de las campanillas, como en un relato de Rodríguez de la Fuente, los animales son protagonistas fundamentales de esta fiesta. Ya es lunes y vuelve el bullicio, el éxtasis de la fiesta: los bollos, los nervios, los niños, los vivas, aquello que Santa Teresa definía como un sentimiento que abrasa el corazón. A esas horas, los visitantes son menos, y las encaladas fachadas, las ropas de estreno y el sol de invierno dejan ver una estampa realista sacada de los cuadros de Goya o Velázquez, o plasmada en una escultura del ayamontino León Ortega, pero que en esencia, al contemplar una tirada u observar el fervor parece más una ilustración de Picasso donde todo se mezcla y se diluye. El aceite del molino de campo pone olor y sabor a la mañana en Trigueros, y las mujeres descansan sus hombros tras portarlo a Él, en un ejemplo de tolerancia e igualdad, propio de las luchas de Clara Campoamor y sus compañeras.
Queda muy poco, casi nada, el camino va llegando al fin, pero hay fuerzas, mucha fuerza, como la de los triguereños más sabios que esperan al Santo en los tres picos de la calle de otro triguereño sabio, Diego Pérez Cuenca. Allí el rocío de la noche no ha helado las gargantas de los más mayores para cantar las glorias de su pueblo, como cantase Juan Ramón las del suyo. La música excepcional de Falla y la voz suprema de la Coral Gaudeamus serían ideales para adornar la emotiva entrada de San Antonio Abad en el Convento del Carmen, para armonizar ese cruce de miradas, para reflexionar sobre el qué se dirán. ¿Qué dice uno en ese momento? Ese pellizco en el corazón va un paso más adelante que la filosofía de Platón, la Teología de Moro o la ciencia de Ramón y Cajal. Esa mirada cara a cara de los patrones de Trigueros, es un guiño de esperanza para su pueblo, un compromiso de protección, de evitar malos trances y amarguras que se extiende por el mundo, por España, por las calles y plazas, desde el campo al río, del colegio a la Iglesia, de la Raya al Dolmen, del Ayuntamiento a la casa de las Hermanas Carmelitas Misioneras, por todo Trigueros. Y los triguereños recibimos esos dones con nuestras puertas abiertas, con nuestras mesas llenas, con todas nuestras sillas. Nuestras casas son celebraciones, mesones a rebosar, lugar de alegría y de corazones llenos de buenos sentimientos. El pueblo revive su historia, la de sus abuelos, la de los ilustres, la de Belmonte, Toscano o Juan Garrido, la de siempre, la de cada enero…Un renovado voto de devoción al Santo desde que Pío X lo permitiera allá por el siglo XVI, una cantidad enorme de agradecimientos que ni las más fuertes machinas de los puertos son capaces de levantar. Un pueblo, Trigueros, perdido en la Andalucía del progreso, que ahonda en sus entrañas cada año, para vivir un sueño paso a paso por sus calles.
Precioso Nando, enorme descripción, señorial, ma ha emocionado. Saludos.
ResponderEliminar